Cuando cumplió los catorce entró a servir en aquel caserón. Su padre se había afanado en encontrar una buena casa para su hija menor, por eso cuando oyó hablar de la inauguración de aquel edificio para el veraneo de las familias del régimen, lo descartó de inmediato. Quería una segunda familia para Marisa y en aquel lugar gestionado como si fuera un hotel, y por otra parte tan lejano, no creyó que la fuera encontrar.

Días después le llegó de nuevo la misma  noticia, esta vez con más detalles. Fue la misma Marisa la que le rogó a su padre que le dejará servir allí, al menos en verano. El argumento fue el sueldo, sabía que para su padre sería importante. Se reservó para sí la ilusión de viajar y pasar las vacaciones en aquel hermoso pueblo de la costa del que tanto había oído hablar. “Solo será el verano” –afirmó.

El director del hotel vivía con su mujer y sus hijos en la planta superior. Durante los años que el hotel permaneció abierto  fueron aquella segunda familia que el padre de Marisa, y seguramente otros padres, desearon para sus hijas. Las solicitudes para pasar el verano en la casa llegaban desde principio de año. El trabajo era mucho y en los meses de buen tiempo Marisa apenas salía a hacer algún recado para la gobernanta o al baile en los domingos que le tocaba librar.

Su vida era aquella casa grande en la que trabajaba y vivía desde hacía diez años. Cuando la casa pasó de ser propiedad del estado a ser gestionada por la administración autonómica comenzaron los rumores sobre el cierre. Marisa adelantó los planes de su boda ante el temor de quedarse sin trabajo y vivienda de manera repentina. Fueron meses de cambios.

Su hija llevaba al niño a la guardería cuando Marisa estaba de turno de mañana y ella lo recogía cuando salía del trabajo. Debía cambiarse rápido y bajar la cuesta a buen paso para llegar a tiempo. Aquel día agradeció doblemente el ofrecimiento de la nueva directora para bajarle en coche. Llegó con tiempo  de sobra, aun sorprendida por la propuesta de la directora para ser la nueva gobernanta. No quiso consultar con nadie aquella decisión. Después de más de treinta años sentía la casa suya. Ella era la que más tiempo llevaba trabajando allí y, probablemente, la que mejor lo hacía. El calendario de trabajo le permitiría, al fin, librar casi todos los fines de semana y el sueldo era bastante mejor. Lo tenía bien claro y así lo dijo al día siguiente.

Tuvo que venir el director general de toda la red de alojamientos para explicarle a Marisa porqué no podía ser la gobernanta después de todos los  meses que habían transcurrido desde aquella propuesta. Casi un año en el que Marisa había cogido las riendas y organizado y reorganizado todo lo que llevaba tanto tiempo queriendo cambiar.

Cuando llegó la nueva gobernanta no quiso saber nada sobre ella. Marisa fichaba a su horas, se tomaba los tiempos de descanso establecidos y cumplía con las tareas que tan bien descritas estaban en la descripción del puesto de trabajo. Lo demás no era de su incumbencia. Se sorprendió aquel primer día en que la gobernanta le llamó a la salita de reuniones para hablarle de su poca iniciativa. Más aún cuando le acusó de conflictiva. Marisa estaba convencida de que la nueva gobernanta se sentía insegura ante su mucha experiencia y buenas relaciones. ¡Después de tantos años cómo podía ser de otra manera! La gobernanta actuó a sus espaldas malmetiendo, así que tuvo que denunciarla. Era necesario frenar aquellas mentiras.

Los de prevención de riesgos pusieron la casa patas arriba. Se entrevistaron con todas sus compañeras y con cada persona que trabajaba en la casa para no encontrar pruebas de nada dejando el tema sin cerrar.

Los agravios cruzados entre el personal de limpieza parecieron contagiar a la cocina donde pronto también se desataron tempestades. Se supo que el único con puesto fijo y una larga y reconocida antigüedad era el cocinero, que había conseguido sus privilegios entrando de manera irregular en la organización. Su competencia estaba desde hacía mucho tiempo en entredicho y ahora se había desvelado que casi doblaba en sueldo al resto de compañeras y compañeros.

El ambiente no era bueno y era necesario hacer algo. Llamaron a una especialista como último recurso antes de recurrir a un exorcismo. Con el pretexto de una formación se reunieron durante varios días en los que el contacto y las conversaciones profundas, a las que no tenían costumbre, hicieron desatar la caja de los truenos.

El resquemor inicial dio paso, con la confianza, a una abierta hostilidad. Parecía imposible devolver la calma a la casa. Sólo el reconocimiento sincero de sus compañeras de la labor entregada de Marisa calmó su temperamento de los últimos tiempos.

Como por obra de magia algo se movilizó en toda la casa con la firma del armisticio en la limpieza y a los pocos días, fue el cocinero quien preparando las cenas, y de forma inesperada, mostró sentirse culpable por su falta de destreza en la cocina y muy agradecido por la labor innegable de su equipo.

La calma volvió a la casa y hasta el faro del final del camino parecía iluminar con mayor intensidad esa noche.