Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar no tan lejano, existieron unos seres humanos primitivos que decidieron tomar un camino que condicionó a toda una especie. Unos seres que ya dominaban el fuego, construían elaboradas herramientas, cazaban y recolectaban con habilidad. Eran los seres dominantes de la tierra y ninguna otra especie rivalizaba con ellos. La evolución, bien podía entonces haber puesto fin al desarrollo de aquel homo erectus que vivió en África hace más de un millón de años. Sin embargo, había una circunstancia en su modo de vida que a nuestros antepasados les suponía un gran problema… vivían en grupo, y la convivencia no siempre era fácil. Este hecho no ha cambiado mucho en todo este tiempo. Aquellos homínidos se agrupaban por necesidades de supervivencia; cazaban más, protegían mejor a su descendencia y podían distribuir de manera más eficaz las tareas del campamento. Podemos imaginar que discutían, probablemente con un habla primitiva, pero con la misma determinación que sentiríamos cualquiera ante un reparto de tareas que no nos favorezca. Es probablemente en este periodo cuando surgió la estructura social y aunque, ciertamente, hace falta inteligencia para escapar de los peligros, encontrar alimentos y moverse por un territorio muchas veces hostil, la inteligencia se hizo necesaria, en realidad y sobre todo, para lidiar con una compleja vida social.
Como no podemos pasarle un test de inteligencia a un fósil, la paleontología presupone ésta a partir del tamaño del cerebro de las diferentes especies, o más bien a la proporción entre el tamaño de su cerebro y su cuerpo, es decir, su índice de encefalización. Así sabemos que los seres humanos tenemos un cerebro tres veces más grande que el de nuestros parientes más cercanos los grandes simios y además un cerebro más desarrollado en cuanto a la materia gris, vinculada con la cognición y el pensamiento.
Lo que tenemos en común simios y humanos es que desarrollamos la inteligencia para mejorar nuestra posición social
Sí, nuestros parientes cercanos los gorilas, chimpancés y orangutanes viven, al igual que nosotros, su particular “hoguera de las vanidades”. Para estos grandes simios, la evolución y el desarrollo de la materia gris cerebral es determinante para establecer alianzas y urdir tramas con las que mejorar la posición social. Los simios más valorados reciben menos agresiones, se alimentan mejor, son más longevos y tienen más descendencia. Es decir, en el complejo grupo social en el que estos simios se mueven, resulta mucho más útil la inteligencia social y emocional que la fuerza bruta.
En nuestro propio entorno, seguimos asistiendo a muestras de poder de jefes que vociferan por la oficina como el macho dominante y compañeros que rivalizan en su particular exhibición de golpes en el pecho por la selva del mundo laboral. Sin embargo, si King Kong existiera, en realidad exhibiría así su posición en contadísimas ocasiones. La mayoría del tiempo estaría entregado al cordial contacto con otros, la observación de lo que sucede en su grupo, el ofrecimiento de ayuda y hasta el consuelo. La evolución ha sido más lista que nosotros con nuestros primarios instintos y nos ha conducido hasta desarrollar unas habilidades sociales sin las que hoy en día tendríamos pocas posibilidades.
Nuestra especie, el homo sapiens, se desenvuelve en un grupo social mucho más complejo que el de nuestros parientes los simios. Los cincuenta individuos con los que se relaciona un gran simio se triplican en el caso de los seres humanos. La socialización, la empatía y el entendimiento de las emociones y los pensamientos de otros congéneres son imprescindibles para la integración y el posicionamiento social. Tanto la colaboración como la competición, se asemejan en la necesidad de conocer al otro en hábitos, gustos, fortalezas, debilidades, necesidades y limitaciones para anticiparse a su comportamiento y predecir sus actos.
El científico Richard Alexander proponía que en la evolución humana la presión ecológica fue cediendo cada vez más protagonismo a la presión social, es decir, una vez que nuestros antepasados dominaron el medio ambiente tuvieron que dominar el mundo de las relaciones. Algunas de las características diferenciadoras del ser humano como el habla, la moral, el placer con el sexo o la menopausia tienen una clara vocación social. El blanco de los ojos, por ejemplo, (exclusivo en el ser humano) sólo cobra sentido como modo de comunicar a otros hacia donde miramos y en qué estamos interesados. Muchas de las características que nos distinguen y la primera, la inteligencia, tienen una función social y no tecnológica.
No nos hicimos más listos para fabricar la rueda con la que mover el carro sino para convencer a otros de que lo movieran para nosotros.